Summary:
INTRODUCCIÓN
En lo taurino como en lo humano todo se vuelve necesariamente complementario: lo
estoico y lo exaltado, el valor y el miedo, el acero y las flores, la ovación y los pitos, la
tragedia y la gloria. Trampas, sin duda, que aguardan a la misma puerta de la plaza o de la vida,
donde la tarde o el tiempo se reparte entre las luces y las sombras de sus tendidos de piedra. En
lo taurino como en lo humano se teme al silencio y al túnel negro del toril.
El mundo de los toros es un mundo lleno de complejos significados que resultan
profundamente más complejos e indescifrables fuera de su contexto cultural. La semiótica nos
ayudará a comprender este mundo tan amado por unos, como denostado por otros. Pero éstas no son las
razones que ahora nos ocupan, sino el interés de traducir los signos de un mundo que si por algo se
caracteriza, es por la multiplicidad de su lenguaje y de sus gestos. Hablar de semiótica implica
hablar de signos. De ese conjunto de signos que en la circular del coso, cobra vida y sale de los
lances lleno de significado y legitimidad. Otra forma más de comunicarse en un contexto
socio-cultural como el nuestro, y que fuera de él, no debiera ser sometido a debate.
Hay quienes prefieren usar el término de semiología en lugar del de semiótica.
Después de haber indagado en el estudio de las múltiples teorías sobre una y otra, en mi humilde
opinión, ambas tienen en común el análisis de los signos que provocan un único lenguaje de
entendimiento y a través de él, el conocimiento de sus raíces socioculturales. Es decir, la
semiótica o semiología del toro nos dejará en la misma plaza, en tarde de sol y moscas, disfrutando
de una emoción común, lógica y filosófica, que tanto monta, monta tanto, bien atentos a todos los
signos que se sucedan antes de que arrastren el toro al patio del desolladero.
Nuestro análisis semiótico no será un acto de lectura, sino un acto de
exploración en los orígenes, las condiciones y la identificación de cada gesto con un hecho
determinado. La semiótica está por encima de los objetos particulares. En esta plaza no sólo
importan el toro, el torero y el viento. Los signos exclusivamente físicos o verbales transmiten
poco, o lo que es peor, nada. Salgamos a recibir al toro a los medios, como los grandes. Si lo
prefieren espérenlo en el tercio. Y dejemos que fluyan las emociones contenidas, las verónicas
ajustadas al talle, el olé a tiempo, el eco de un zapatillazo enérgico sajando el silencio
sepulcral del tendido y, no lo duden, el clavel caerá al final de la faena con el beso escondido de
quién ha sabido comprender y premiar el esfuerzo.
Hemos comprendido entonces el lenguaje. Los signos han cobrado vida. Las leyes
de estos signos se habrán mostrado en el decorado dispuesto para su singular ritual. En el contexto
de donde jamás debieron ser abstraídas. Su significado también, porque no se encontraría tal
significado fuera de la cultura del grupo social que los usa o los produce o, incluso, fuera del
tiempo invisible y abstracto que progresa siempre en la escena y muta para no dejar al toro en el
olvido y hacer que, como las más fundamentales emociones, sobreviva a la propia historia. Un
sistema de correspondencias de orden semiótico lleno de embrujo que si no existiera implicaría la
muerte misma de la historia. El acervo cultural de una sociedad acumulado durante años. Una parte
de su patrimonio. De ahí la legitimidad del discurso del toro, la lección de identidad de cada una
de sus partes: el público, el canal de transmisión, el contexto, el escenario físico, los ruidos
externos y, especialmente, la infinidad de ruidos internos que hacen los pensamientos y los
sentires. La música de todas las emociones.
Hemos entrado de lleno en la metafísica de la fiesta y en su semiótica. Una y
otra serán sus bastiones porque los signos de la fiesta, los signos de la tauromaquia, aquellos que
se abandonan ante el toro, siempre excederán el horizonte de la realidad y alcanzarán de algún modo
el paraíso lejano de la filosofía. Ese lugar de humo donde los sueños y el arte cobran verdadero
significado.
Los signos en el conjunto de la fiesta están íntimamente relacionados. Son
señales, imágenes, voces, ruidos… perfumes que por sí solos apenas tendrían valor. Iconos
articulados que necesitan acoplarse en la arena, en el contexto social y cultural para conformar
toda una estética de expresiones subjetivas, lenguaje que, a veces, se escapa de la lógica del
campo científico como de forma similar sucede también en el mundo del arte.
Porque, ¿cómo aprehender cada uno de estos signos y dejarlos fuera del sistema de códigos de
una cultura equis, con una forma de entendimiento equis, que interprete su medio equis?
¿Cómo prescindir de algunos de ellos sabiendo que son signos menores, conceptualmente
pobres, y no temer que se vaya al traste todo el significado de una identidad nacional?
¿Dónde queda la función poética que tanto importa cuando hay que decidir si pedir o no la
segunda oreja?
¿Dónde la de la exaltación del rabo?
Si la puerta grande es un sueño, ésta jamás se abrirá haciendo uso a medias de
los signos semióticos que hablan de la fiesta. Aunque el lenguaje verbal sea el artificio semiótico
más potente que el hombre conoce, existen otros artificios no verbales, gestos, objetos, sonidos…
sin los que no sería posible concebir todo el universo del toro y darle la merecida legitimidad.
Música, maestro, que la faena no ha hecho sino comenzar.
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